15 junio, 2010

Aita

Papá, que era escritor, siempre me dijo que sentimientos como la tristeza, melancolía o nostalgia eran los únicos capaces de alimentar buenos textos. Y yo, tonta de mí, me sigo pellizcando cada vez que intento vaciar mi alma delante de un folio blanco. Pero es un dolor artificial, que no desemboca en ninguno de los sentimientos mencionados. Es más una mezcla de rabia y frustración la que se puede llegar a provocar, sin que salga nada digno de leer de ahí.

Papá era un romántico de los pies a la cabeza, pero no un romántico de esos que asociamos al amor, sino un romántico del romanticismo literario puro del siglo XIX, de esos que se revolcaban egoístamente en su propia mierda mientras se metían mierda también por cualquier lado. Yo siempre quise acercarme a una vertiente más social, a una escritura que sirviera a cualquiera, hablar de problemas, inquietudes, dudas universales, mas no logré desprenderme de la turbia influencia que papá dejó en mí.
Papá me enseñó a moverme por los ambientes más bohemios de Madrid. Me enseñó a no avergonzarme de su nombre, del apellido que tenemos en común. Todos los que frecuentan esas tascas (papá prefería llamarlos cafés) lo conocen, y me es imposible deshacerme de su sombra. He aprendido a convivir con ello, aunque sigo sin entender a qué se debe tanta admiración por él.

Papá era egoísta, egoísta como sus textos, fueran prosa, fueran verso.

Ingenuos… Vosotros no conocéis a papá.

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